lunes, 22 de noviembre de 2010

Hay que engarzar a la LUNA

-“Hay que engarzar a la luna”- me dijo al fin de la tarde, mientras el mar dejaba en la orilla conchas de colores. 
Era una larga caminata por la arena, que recibía las obras de arte del mar traídas con fuertes y rompientes olas; por ahí mojábamos los pies, cansados de transpirar los soquetes del camino iniciado. Con cada paso mas y mas formas de las mas diversas se nos aparecían, como si a propósito las hubieran acomodado para embellecer la orilla. 
Pasaron las horas por playa de piedras grandes, arena no tan blanca, palmeras verdes, nubes alborotadas y gentes montando olas. 
Debes en cuando, sucedía, que al agarrar un caracolito con varios colores y punta enroscada, dos ojitos desde adentro avisaban que esa casa aun tenía dueño. Un afortunado, claro, en la belleza de tanto Pacífico tiene todo lo que necesita en su hombro. Se veían corretear muchos de esos afortunados, desde el mar y en busca de alguna roca donde abandonar su morada y escoger otra mochila con que cargar, otra forma para su protección del mundo.
No podría explicar las alteraciones que en mi cerebro producían esos seres ojudos y con antenitas, que suplicaban volver a pisar la arena para seguir su viaje. Sin prisa pero sin pausa…
Con la puesta del sol, cambiaron los colores y la mezcla de selva, mar, arena y sol, conjugaban el escenario perfecto de las imaginarias ideas que produce el subconsciente humano, cuando por las distintas casualidades de la vida, un viaje te revitaliza la cabeza, un viaje transforma el crecimiento y te pausas a ver el mundo… en ese momento el viaje y el mundo se hace una idea imposible de palpar… estoy en el mundo, viendo esta playa, junto al sol, haciendo este viaje y recogiendo caracoles. En la inmensidad de un atardecer costarricense.
La verdad, solo interesaban los caracoles…
Fue el cansancio del día lo que se sentía en la tarde. Mientras el sol escondía su ocaso en las nubes, las ideas aprovechaban a brotar con la ayuda que generaban las imágenes de los minúsculos objetos de colores, con punta enroscada  o bien chatitas, de ondas cuadradas y bordes erosionados por el mar. Eran los bellos objetos de mar, que me encontraban caminando y atrapaban nuestra atención con su presencia escénica.
No podía sacar los ojos de la línea que dejaba el agua. Larga fila de pedacitos que si agudizabas la vista, lograbas recoger el mas hermoso de los caracoles que hubieras podido pensar. Buscábamos el mas lindo, a cada paso la bellaza iba adquiriendo limitaciones mas específicas, que no estuviera roto, que no fuera repetido, que no sea de los “comunes”, luego apareció el tipo de caracol que solo tiene su espalda redonda y del otro lado una boca ondulada, con pintitas, como atigrado. La ilusión de encontrar uno de esos grande, nos condujo hasta las rocas.
Un pequeño mundo de seres con antenitas y casa al hombro, descubrimos. 
No había nada mas para pensar, solo buscar color, forma, tamaño, recuerdo…
Deben habernos atravesado varios minutos, pues el sol nunca nos mostró el horizonte por donde se perdía y para esa altura la actividad cerebral tenía buena energía, haberme pasado la tarde pensando y observando solo caracoles, me libró del pensamiento.
Tenía la mente en blanco, pero sentía la actividad emocional…
Tal vez fue la identificación con el caracol que carga su vida al hombro y pasea atravesando mares, que no tiene problemas a la hora de buscar otro alojamiento e investiga las mejores opciones. Hubo uno en particular, que cargaba con un caracol ya viejo, se notaba que la casa era de muchos años antes que su veloz portador, pero él iba feliz con su elección luciente y mágica, desfilando por Santa Teresa… 
Hasta que mi compañero y yo nos encontramos mirándonos, los dos, absortos, con la humanidad encima y las manos llenas de creaciones marinas.
Habían pasado las horas y la vista siempre hacia el suelo, hablando de quien sabe cuantas formas de conchas y colores existen. Reconociéndonos afortunados, en el camino que se hace andando y que hoy  podemos andar; con lo necesario, con amor, con la noche acercándose.
Alzamos la vista y las estrellas nos enamoraron. Engarzar la luna, para no olvidar que el viaje es hasta el cielo, que no tenemos tapados los ojos y que si miras atento en una sola dirección tal vez te pierdas el ocaso y nunca entiendas como fue que la luna te encontró distraído.




Tan una, belleza del cielo terrestre, femenina luz que se siente sin mirarla, había llegado hasta nosotros mientras mirábamos el suelo…

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